Teodoro; por Federico Vegas
Por Federico Vegas | 26 de abril, 2015
Para empezar con buen pie y sin ambigüedades, debo decir que Teodoro Petkoff es el único líder político que ha llegado a apasionarme, quizás por haber tenido siempre un aire trágico de candidato ideal y constante perdedor. Una paradoja que recuerda la frase de Groucho Marx: "Yo jamás pertenecería a un club que acepte a un tipo como yo". De igual manera, yo jamás votaría por un candidato capaz de ganar una elección, una gesta que exige adular a los adulantes y estirar al máximo la capacidad de inventar mentiras.
Dice Hanna Arendt que "el mentiroso no tiene que hacer grandes esfuerzos para aparecer en la escena política, cuenta con la gran ventaja de estar siempre ya en medio de ella. Es un actor por naturaleza; dice lo que no es porque quiere que las cosas sean diferentes a lo que son, es decir, quiere cambiar el mundo".
He llegado a pensar que la tragedia de Teodoro ha sido pretender cambiar el mundo con la verdad.
La primera vez que nos sentamos a conversar tuve que disimular mi admiración para mantener la prestancia de un entrevistador serio. En su oficina del diario Tal Cual hablamos sobre Domingo Urbina, el sobrino de Rafael Urbina que participó en el asesinato de Carlos Delgado Chalbaud, Presidente de la Junta Militar que derrocó a Rómulo Gallegos. Domingo estuvo doce años preso, hasta que logró fugarse y se refugió en las montañas de Falcón, donde se incorporó al frente guerrillero "José Leonardo Chirinos", bajo el mando de Douglas Bravo y Teodoro Petkoff.
Esa tarde de la entrevista a Teodoro le estaban colocando, por primera vez en su vida, unos aparatos auditivos. La encargada de graduarlos era su sobrina, hija de su hermano Luben. Entre la belleza de la experta y el humor con el cual Teodoro se adentraba en el arte de aceptar la vejez, la escena me resultó conmovedora y no hallaba cuál volumen darle a mis palabras, las cuales, de paso, sirvieron para que la sobrina fuera graduando el nivel de aquellos mínimos dispositivos. Hubo momentos de confusión pues, mientras Teodoro trataba de responder a mis preguntas y a las de su sobrina, yo no sabía si sus afirmaciones con la cabeza se debían a que me estaba oyendo o entendiendo.
En un capítulo de la novela Sumario utilicé la historia que me contó. En las leves dosis de ficción que introduje, yo soy más viejo que Teodoro y quien hace la entrevista es una hija que llamo Emiliana, quien me resume el encuentro:
Emiliana primero analizó la figura del hombre que admiraba:
— Ese Teodoro nunca llegará a ganar una elección.
— ¿Por qué lo dices? ¿No te gustaba para Presidente?
— ¿Por qué lo dices? ¿No te gustaba para Presidente?
— El problema es que tiene algo de lupa y de espejo… puedes ver lo que tiene adentro, en el fondo, y, hablando con él, se entiende mejor lo que uno mismo piensa.
— ¿Y entonces?
— Así nadie puede mentir.
Teodoro le contó a Emiliana que él y Douglas Bravo se fueron a Churuguara, donde Domingo estaba enconchado, y lo invitaron a participar en el nuevo frente. Ya instalados cerca de San Luis de la Sierra, Teodoro decidió darle clases de historia a la tropa. Usaba el método que proponía Bolívar, ir de adelante hacia atrás. Empezó con historia contemporánea y les habló de las contradicciones internas de la Junta Militar en 1950. Así llegó al asesinato de Delgado. Mientras ofrecía sus interpretaciones, notó que Domingo lo miraba desconcertado, pero en ese momento no ató cabos. Fue después de la charla cuando Domingo se le acercó con mala cara y le preguntó:
— Todo ese asunto de la clase… ¿tendrá que ver conmigo?
Entonces fue que Teodoro cayó en cuenta de a quién tenía entre sus alumnos:
— ¡Chico, perdóname, se me había olvidado que tú fuiste uno de los asesinos!
No era la mejor manera de arreglar el asunto y agregó:
— …uno de los personajes históricos.
Con este segundo remate pidió excusas y le aseguró a Domingo que no había segundas intenciones, pero el alumno seguía mareado, aún tratando de asimilar su rabioso lugar en la historia de Venezuela.
Domingo, el llamado "Comandante Indio", no resultó un hombre confiable. Al hacerse evidente la derrota se pasa al SIFA y dirige el desmantelamiento del Frente Guerrillero. Se va a España durante unos años y regresa durante el gobierno de Rafael Caldera. Continúa trabajando con los cuerpos de seguridad del Estado y se distingue por sus maltratos a los campesinos de Falcón. En 1985 fue asesinado a golpes durante una emboscada, en la Sierra de Falcón.
La tarde de la entrevista también quise preguntarle sobre un par de brevísimos encuentros con dos personajes de mi familia. El primero se inicia cuando Teodoro tenía unos catorce años y veía entrar en la iglesia de Campo Alegre a una niña muy linda a quien jamás dirigió una sola palabra. ¿Cuántas veces se repitió esta escena al estilo de Dante y Beatriz? No lo sé, pero el joven atesoraría ese recuerdo por el resto de su vida. Décadas después, más de medio siglo, Teodoro conoció a mi tío Carlos Vicente Sucre, esposo de Gloria, una de las tías más bellas en una familia de mujeres bellas, y le contó de esas imágenes tan lejanas, tan cercanas, que sólo pueden compartir dos hombres con suficientes años como para saber que esas memorias de lo que nunca fue representan a cabalidad lo fugaz de la vida.
El otro encuentro nos asoma a una zona distinta en la biografía de Teodoro. Mi tío Leopoldo Pérez —de quien tengo suficientes cuentos para jamás olvidarlo— se estrenaba como médico residente en el Hospital Militar cuando llegó un paciente vomitando sangre. A mi tío le llamó la atención que no hubieran otros síntoma acordes con un estado tan crítico y decidieron internarlo para someterlo a más exámenes. Esa misma noche Teodoro se descolgó del séptimo piso con una larga cuerda de sabanas entrelazadas. Hubo un error de cálculo que debió compensar con una caída de varios metros y la fractura de una pierna. Teodoro me contó que un guardia pudo observar toda la escena, pero nada le dijo al prófugo cuando éste lo saludó cordialmente y siguió su camino tan tranquilo, como si su cojera se debiera a un dolor pasajero. Quizás al guardia le dio miedo enfrentar a un hombre tan decidido, o le pareció que semejante hazaña merecía el premio de la libertad.
Teodoro no se acordaba de mi tío. Después de haberse tragado medio litro de sangre en su celda, le había dado un mareo de vampiro expuesto al sol y poco le había costado hacer el papel de moribundo mientras se preparaba para un lance de acróbata.
Entre esos anecdóticos límites de romanticismo y valentía lo tenía ubicado cuando, gracias a Manuel Puyana, quien nos unió en un almuerzo fraternal sin otra intención que pasarla bien, pude conocerlo mejor. Ese mediodía me asomé a su cansancio. Nos separan veinte años, pero vividos por Teodoro con una intensidad mayor que la mía y desplegada en varios frentes. Ha conocido la acción trepidante que bordea la muerte, la irracionalidad de la política buscando camino entre las multitudes, y la aventura solitaria y sedentaria del escritor.
Ahora quiero pensar en sus libros, pues son los grandes ausentes en nuestra actualidad política, la cual se ha vuelto esencialmente oral. Cuando pensamos en un Betancourt escribiendo en el exilio Venezuela, política y petróleo, o en un Petkoff iniciando una polémica internacional con suChecoslovaquia: El Socialismo como problema, pareciera que nos referimos a un pasado remoto y no a un futuro necesario. ¿Por qué nuestros actuales líderes no escriben libros? ¿Por incapacidad o por temor al ridículo?
Cuando Lenin le escribe a Gorky: "…esos intelectuales de segunda y lacayos del capitalismo, que se creen el cerebro de la nación. Ellos no son el cerebro de la nación. Ellos son la mierda", no le está dando su opinión sino haciéndole una advertencia. Todo intelectual que no se pliegue a la revolución con servilismo y descaro es nocivo, infecto.
Lenin no es el inventor de esta suerte de especialización que subordina el pensamiento a una idea determinada, suprema, eterna, hasta lograr que se piense según se actúa. Esta misma corriente que pretende convertir al intelecto en una reiteración del poder hasta hacerlo incapaz de cuestionar y explorar, ha ido relegando los libros sobre política venezolana a los rincones de las celebraciones o de la conmiseración. Unos textos celebran los hechos, otros recuentan y lamentan sus consecuencias, todo se alejan de una conducción visionaria.
La ausencia de una producción nacional de suficiente pureza se hizo sentir en los albores del chavismo, cuando el presidente se aferró a El oráculo del guerrero, del argentino Lucas Estrella, maestro de Kung Fu, Chi Kung y acupuntura. Este manual místico, entre orientalista y esotérico, sirvió de guía a la política nacional hasta que Boris Izaguirre celebró con humor sus connotaciones homosexuales. Y entonces el oráculo desapareció de los discursos de Chávez.
Aparecieron otros libros y continuaron las referencias literarias, citas que iban desde Simón Bolívar hasta Eduardo Galeano, creando la ilusión de vivir un período de esplendor intelectual. Pero, a la larga, se impuso una oralidad fundamentada en una repetición obsesiva que sustenta verdades impuestas. Esta tendencia incluso determinó el estilo de los opositores, quienes terminaron imitando lo coloquial como único medio de expresión. Lo oral terminó por dominar a lo textual.
Hago este recuento porque, en aquel almuerzo con Puyana, tenía frente a mí a un hombre que había creído en la palabra escrita y había defendido y difundido su derecho a existir, a congregarnos, a guiarnos.
Al leer el ensayo de Hannah Arendt "Verdad y política", y referirlo a la situación de Venezuela, surgen varias interrogantes: ¿Es la esencia misma de la verdad ser impotente, y la esencia misma del poder ser mentiroso? ¿Se aplica al país la máxima de James Madison, "Todos los gobiernos descansan en la opinión", o en Venezuela la opinión se asfixia en brazos del poder? ¿Son los hechos y los acontecimientos cosas mucho más frágiles que los axiomas, descubrimientos o teorías?
Las respuestas nos asoman a una evidente y creciente desvinculación entre el poder y la verdad, los hechos y las teorías. Este peligroso distanciamiento tiene muchas razones. Yo quiero asomarme a esa oralidad que ha ido predominando e invadiendo la comunicación entre el gobierno y los gobernados. Lo oral es ciertamente un sistema válido, el más directo, pero también se presta a la superficialidad, al encantamiento y la reiteración, a un confuso registro y una débil profundización, al arte y las artimañas de la mentira política, al primitivo y tribal mensaje de los gritos y las muecas agresivas. Leer la transcripción de alguna cadena del presidente Maduro, además de ser una faena insufrible, rebelaría este descarado cisma entre lo oral y lo escrito.
Arendt propone que hay dos instituciones públicas para las cuales "la verdad y la veracidad siempre han constituido el criterio más alto del discurso y del empeño". Son la prensa y la justicia. Ambas se fundamentan y se manifiestan, esencialmente, a partir de textos; ambas viven la paradoja de ser independientes del poder y, a la vez, de necesitar la protección del poder.
He dado esta larga vuelta para tratar de entender la arremetida de Diosdado Cabello contra el diario Tal Cual, dirigido por Teodoro Petkoff, pues tiene mucho que ver con el conflicto entre lo oral y lo escrito. Y también con el sacrificio público y notorio de la justicia y la prensa en el altar de los poderosos.
La historia comienza con un artículo de Carlos Genatios donde cita una frase que se le atribuyó a Diosdado Cabello, al punto de haberse puesto de moda en la red: "Si no les gusta la inseguridad váyanse del país". El mismo Diosdado había ya negado decir tal cosa, y demanda por difamación a Genatios junto a toda la directiva del periódico, editores y propietarios. La arremetida adquiere tanta fuerza en manos de las autoridades judiciales que Tal Cual comienza a agonizar.
Diosdado es un hombre acostumbrado a moverse en la pura oralidad y en la esfera del absoluto poder, que ha sido agresivo y despectivo desde la presidencia de la Asamblea con los congresistas opositores. Y en las manifestaciones de lo oral lo que se cree entender no siempre es textualmente lo que ha sido dicho, precisamente por no predominar el texto, sino la actitud, las expresiones, el contexto.
Partiendo de este equívoco, el poder encontró la manera de imponerse sobre la justicia y sobre la prensa. Como ya sabemos, la receta de la demanda pica y se extiende hasta arrasar con todos los medios opositores. La censura del gobierno había sido hasta ahora muy inteligente al advertirte: Puedes decir lo que quieras, pero cada vez contarás con menos espacios donde decirlo. Ahora toca eliminar los últimos reductos y, como en el caso de Tal Cual, se está utilizando una especie de lotería emocional: Puedes decir lo que quieras, pero alguna vez habrá una frase que me ofenderá y te aplastare a ti y a todos los que te acompañan.
Pero yo venía a hablarles de Teodoro, sobre todo de esa paradoja de haber sido el hombre que más necesitábamos y el que con menos apoyo contó. Puede que esta contradicción, como antes proponía, sea parte de su esencia y que su impotencia política radique en la búsqueda de la verdad. Lo que es, a su vez, su gran fortaleza: una lucidez y una persistencia que han sido premiadas internacionalmente.
Otra característica que admiro de Teodoro es la manera en que sus pensamientos guían a sus acciones. Su paso desde los métodos violentos a una política de paz fue guiada por sus lecturas y sus escritos. Su honestidad hacia sus ideas se manifiesta con transparencia en su manera sencilla de vivir. Insisto en que no conozco a un hombre que haya estado más cerca del poder y más lejos de sus beneficios y de nuestra comprensión.
En este momento de su vida siento que todas sus aparentes debilidades son una demostración de su grandeza.
Si tal como propone Anaximandro —en uno de los pocos fragmentos escritos que sobrevivieron a los presocráticos—, existe una ley de compensación que con el paso del tiempo genera una justa retribución entre las acciones, según sus mutuas injusticias, puede que la fortaleza de Diosdado Cabello, al enfrentar con tanta saña un hombre que está cerrando su ciclo vital, se convierta en una de sus mayores debilidades.
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