Hace pocos días, en su habitual columna semanal, Moisés Naím examinaba algunas situaciones que últimamente han asombrado a medio mundo, la súbita irrupción de Podemos en el escenario político español, por ejemplo, la rebelión de los músicos de la Orquesta Sinfónica de Berlín a la hora de seleccionar a su nuevo director o el corrosivo escándalo de la FIFA. Concluía su análisis Naím con una afirmación rotunda. Lo más sorprendente no son estas ocurrencias, sino "la frecuencia con la cual los líderes tradicionales, de la política, la economía o los deportes y las artes creen que pueden seguir comportándose como siempre lo han hecho."
Por esta empecinada resistencia al cambio hemos llegado a este punto de inflexión de nuestra historia. No percibieron nuestros presuntos dirigentes el sentido oculto del Viernes Negro, pasaron por alto las razones del llamado Caracazo y las verdaderas intenciones de la frustrada aventura golpista de un desconocido teniente coronel paracaidista aquel lamentable 4 de febrero. Tampoco se escandalizaron con el sacrificio de Copei por parte de Rafael Caldera, solo para volver a ser presidente, ni con la defenestración de Carlos Andrés Pérez, traicionado por su propio partido. Sucesos que ponían de manifiesto el agotamiento de una época y de una clase política.
El comportamiento inaudito de Acción Democrática y de lo que quedaba de Copei para afrontar las elecciones generales de 1998 demuestra de manera muy palpable hasta qué extremo de obcecación llegaba la dirigencia política venezolana con tal de no admitir que vivían en pleno fin de una época. Ninguno entendió que la única opción para no ser barridos por los vientos de cambio era ajustar sus pasos a lo que aún estaba por venir.
En verdad se trataba de una misión imposible, ya no estaban en condiciones de aprender, y eso causó la victoria electoral de Hugo Chávez. Comenzaba así un nuevo régimen, fenómeno que las élites tradicionales todavía refutan, pero por hacerlo cayeron y siguen cayendo, mansamente, en la eterna trampa chavista. No vieron que la nueva Constitución solo tenía la finalidad de legitimar el radical proyecto político de los insurgentes y, como creían o preferían creer que la presencia del golpista en Miraflores constituía otro simple capítulo del proceso político que se había originado el 23 de enero de 1958 y nada más, tampoco percibieron el propósito real de los poderes absolutos que gustosamente le entregaron a Chávez con la Ley Habilitante del año 2000. Poco después ardía Troya y quizá por eso consintieron las turbias manipulaciones que torcieron fatalmente la ruta del revocatorio. En todo caso, y desde entonces, se han hecho los locos ante la implacable transformación del árbitro electoral en un venenoso dispositivo antidemocrático.
Así, de traspié en traspié, como si en efecto nada extraordinario hubiera ocurrido en Venezuela durante estos 16 años de hegemonía chavista, nos acercamos, con enigmática complacencia, a las próximas elecciones parlamentarias. No solo negando la abrumadora experiencia electoral que nos ha conducido hasta aquí, sino aceptando como si tal cosa los tramposos mecanismos diseñados por el CNE para brindarle al régimen un ventajismo electoral invencible.
¿Estarán dispuestos los ciudadanos a acompañar una vez más a sus dirigentes en este dramático itinerario? Creo que no. La lección a extraer de las muy exitosas movilizaciones del 30 de mayo es que, con elecciones parlamentarias o sin ellas, o continuamos en el más de lo mismo de antaño, recluidos en el callejón sin salida de una crisis general sin precedentes, o reconocemos la necesidad urgente de hacer oposición de una manera muy diferente. No para obtener los pocos y condicionados espacios que nos concedan graciosamente desde Miraflores, sino para cambiar de gobierno y de régimen.
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