Francisco Miranda Andrews, Aldea de Cerinza, 1831 El coronel va a la guerra
Fabio Solano
solanofabio@hotmail.com
El hombre sentado en el piso, con la espalda contra la pared, no olvidaba la fecha: 28 de octubre. Extendió la pierna cubierta con un sucio pantalón blanco, y miró la negra bota que llegaba hasta la rodilla. Debió quitársela hace horas, pero la herida en la mano derecha no lo animaba a tal esfuerzo. Tenía casi dos días encerrado en aquella polvorienta habitación que seguro era almacén, pues todavía quedaban sacos de harina en un rincón. Vaya, cómo había llegado a aquella miserable aldea, prisionero del enemigo, y quizás destinado al paredón. Le habían preguntado rango y nombre pero quien lo hizo fue un sargento, por lo cual exigió hablar con un oficial superior, como correspondía a su rango.
Y de vuelta a la fecha que le bailaba en la mente. Era el santo de Bolívar y Manuelita había invitado a una fiesta en el palacio San Carlos. La mujer del general quería someter a la engreída sociedad bogotana, la cual miraba a la quiteña con desdén. Como edecán del Libertador, fue de los primeros en llegar a la plaza y subir a pie las dos cuadras, acompañado por el oscuro frío de la meseta. Al entrar, saludó aquí y allá y comenzó su cacería particular. Paseó su mirada buscando entre las damas y al fin avistó a una que se le había escapado en una ocasión. La joven morena danzaba con un hombre mayor, y prefirió esperarla en el sillón para dos, donde la había visto. Lo malo fue que cuando se sentó partió el frasquito de perfume de la mujer. Dio disculpas y un amigo le advirtió del acompañante, a lo cual respondió: "No le tengo miedo a vejetes". El "vejete" era el embajador de Holanda y reclamó airado. De ahí a pasar al
reto, fue un solo paso.
Fue en la madrugada del día siguiente a orillas del río Fucha. El holandés falló el primer disparo y él, honorable, pidió dejar hasta ahí el asunto. El viejo no cedió y entonces tuvo que disparar. Contra los pronósticos, por inexperto tirador, acertó en la frente. Y todo cambió. Luego supo que creó un problema internacional y Bolívar tuvo que asegurar que sería castigado, según la ley que prohibía duelos en Bogotá. Mientras tanto un oficial inglés lo ayudó a salir hacia Venezuela.
El hombre miraba su mano mal vendada que comenzaba a cambiar a color morado, nada auspicioso para una herida de sable. "Luego estuve en Puerto Cabello, fui a El Callao y al final regresé a Bogotá. Tarde quizás, pues si bien retorné al ejército como coronel, resultó que Bolívar entregó el mando. Y para peor, se murió. Era increíble. Vine a Colombia acompañando a mi hermano Leandro que iba a vender la biblioteca de mi padre. Nos recibió Santander y me dieron un trabajo de escribiente para ir tirando. Pero quería ir al ejército y entonces nos presentaron a Bolívar. Yo le tenía cierta cosa, pues me decían que él tuvo que ver con la última prisión de mi padre, la de Cádiz. El general nos trató muy bien, y a mí me acogió como su edecán".
En verdad el joven coronel de 25 años no tuvo dudas cuando murió el Libertador. De inmediato se enroló en la facción bolivariana con el general Mosquera, y participó en varios combates contra los santanderistas. Pero no tuvo suerte. Fue herido en batalla cerca de la aldea de Cerinza. Ahí estaba, a la espera de su destino, marcado quizás por lo sucedido aquel 28 de octubre de 1827. Sus pensamientos volaban a Londres, a la casa de Grafton Street, donde debía estar su madre Sarah, cuando la puerta se abrió con violencia. Dos militares lo llevaron a la plaza y lo colocaron contra una pared carcomida por el viento. Un capitán lo increpó, informando que por orden del general Moreno sería fusilado, y que debía admitir que era inglés. El joven observó la turbia mirada del oficial, anegada en licor, y a voz en cuello, declaró: "Soy oficial del ejército Libertador, coronel Francisco Miranda Andrews, venezolano, hijo del gran Mariscal de Francia,
Generalísimo Francisco de Miranda". Lo último que vio fue las pequeñas nubes de humo sobre los fusiles.
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