Durante el Renacimiento italiano, el florentino Niccolò di Bernardo dei Machiavelli –más conocido por su nombre castellanizado: Nicolás Maquiavelo (1469-1527)– fue un personaje de fama tan singular y oscura que incluso, hoy en día, aún decimos que alguien astuto y pérfido es maquiavélico. Al parecer, él fue quien utilizó, por primera vez, el concepto jurídico-político de Estado, tal y como ahora lo entendemos, en su tratado El Príncipe (de 1513) al afirmar que todos los Estados, todas las dominaciones que han ejercido y ejercen soberanía sobre los hombres, han sido y son repúblicas o principados.
En aquella Europa que despertaba de la Edad Media dispuesta a descubrir medio mundo, el Estado surgió como un elemento nuevo en contraposición con los viejos reinos medievales donde la autoridad de los monarcas se superponía –y, la mayor parte de las veces, se enfrentaba– a una multitud de leyes, fueros, costumbres y jurisdicciones (real, feudal, nobiliaria, eclesiástica...) en detrimento de un verdadero Estado que tuviera un poder preeminente sobre cualquier otra razón.
Su obra El Príncipe fue el punto de partida para que otros autores empezaran a plantearse la llamada razón de Estado: por un lado, en 1589, el piamontés Giovanni Botero (1544-1617) reflexionó sobre los cambios que suponía el paso de una economía feudal a otra mercantil y cómo afectaba este cambio a la transformación de las pequeñas repúblicas y principados italianos (su administración de justicia, el gobierno municipal, los impuestos, el ejército, etc.) pero manteniendo una postura contraria a Maquiavelo, Botero defendía la recuperación de los valores éticos y religiosos para lograr el buen gobierno; y, por otro lado, el francés Jean Bodin [españolizado como Juan Bodino (¿1529?-1596)] también abogó por un Estado fuerte y absoluto, aunque –en función de quien tuviera el poder– se podían adoptar las siguientes formas de gobierno: monarquía (si la soberanía residía en un solo príncipe), aristocracia (si en ella participaba una parte del pueblo) y democracia (si participaba la mayor parte del pueblo). En su opinión, era el monarca quien debía gobernar, impartiendo justicia mediante sus propias leyes; no tendría ningún superior por encima de él, sería el titular de la soberanía (de ahí que a los reyes aún se les llame soberanos) y sólo estaría sometido a las leyes fundamentales que no podría infringir. Con este planteamiento, no es extraño que la monarquía francesa alcanzara su mayor apogeo con Luis XIV y aquella frase que se le atribuye al rey sol: El Estado soy yo.
Lógicamente, antes de que Maquiavelo, Botero o Bodino formulasen estas propuestas, los Estados ya existían sólo que no se les llamaba así ni nadie se había planteado este debate: las primeras ciudades-estado de Mesopotamia en torno a los ríos Tigris y Éufrates, las polis griegas y sus colonias por el Mediterráneo (Platón ya hablaba de las ciudades como la morada común de los hombres), el antiguo Egipto, el imperio azteca o la China de la dinastía Qin ya se estructuraban, en gran medida, de acuerdo con los tres elementos típicos de un Estado: 1) El pueblo (la población) como elemento humano; 2) El territorio, como elemento geográfico; y 3) El poder: como autoridad que se ejerce sobre el pueblo en aquel territorio; con el tiempo, este concepto enlazó con la idea de la soberanía que reside en el pueblo y que se ejerce por medio de sus órganos representativos.
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