viernes, 6 de mayo de 2016

LA OTRA LUZ QUE SE NOS VA... // MBH

 

 

 

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LA OTRA LUZ QUE SE NOS VA…

 

"Cuando una sociedad sufre la pérdida de los valores compartidos cae en un estado de anomia (sin norma, sin ley) y los individuos que la componen experimentan ansiedad e insatisfacción..."            Emile Durkheim.

 

Nuestro país vive una crisis moral  que se ha propiciado y se acrecienta debido a la impunidad, a la intolerancia, al temor, a la corrupción, a la carencia de un sistema de justicia imparcial hoy en manos del más nefasto Tribunal Supremo de Justicia que ha tenido y tendrá nuestro país; al exagerado control de todos los poderes del Estado y su inocultable sumisión ante el "incuestionable" mandato del Ejecutivo. Vivimos tiempos en los cuales se pisotean los valores morales y se impone una nueva ética soliviantada por el consenso, lo que nos convoca, de manera ineludible, a realizar el esfuerzo que sea para que los valores vuelvan a fundirse con los principios.

Lo reiteramos, y lo repetiremos tantas veces sea necesario, puesto que el principal problema que vivimos como Nación no es económico ni político: Es MORAL, es de la nulidad de PRINCIPIOS Y VALORES.

De crisis económicas hemos históricamente surgido, pero de este marasmo que hoy nos carcome, pues será menester el apoyo comprometido de TODOS, para inculcar una verdadera EDUCACIÓN a ese "Hombre Nuevo" que se nutrió de la infecciosa savia del régimen.

Qué hacer ante esta realidad, se está convirtiendo en un desafío para garantizar la subsistencia de la identidad y la cultura que nos define como Nación. En sentido ético o moral llamamos principio a aquel juicio práctico que deriva inmediatamente de la aceptación de un valor. Del valor más básico (el valor de toda vida humana, de todo ser humano, es decir, su dignidad humana), se deriva el principio primero y fundamental en el que se basan todos los demás: la actitud de respeto que merece por el mero hecho de pertenecer a la especie humana, es decir, por su dignidad humana. Se ha venido  construyendo un país desmoralizado que terminará por destruir lo poco que nos queda de identidad ciudadana; lo poco que nos queda de civilidad.

Así como soportamos el agua fétida, así soportamos el hedor que se desprende de cuantos desatienden el clamor de toda una Nación que implora el anhelado y lógico cambio; así como hemos soportado con estoicismo no solo la obligada penumbra sino tan penoso transitar que nos conduce hacia el oscurantismo, así nos estamos acostumbrando a la normalidad de lo anormal.

La crisis sociopolítica que existe en nuestro país es demasiado preocupante y de manera inexorable nos ha ido llevando a un estado de descomposición moral que se extiende por casi todos los estamentos que conforman nuestra nación. Según los entendidos en estos asuntos, la moral y el sentido de la dignidad se adquieren en los primeros siete años de vida con los padres y posteriormente en las escuelas o durante la vida cotidiana.

Estas condiciones humanas se aprenden y cultivan durante toda la vida, pero son mayormente influenciadas por el medio; pero... ¿cómo hacer con una sociedad resentida y violenta que ha crecido, el 80%, sin el padre, sin la madre, y en muchísimos casos, sin ninguno de los dos?   

Ha sido casi un lugar común en estos disparatados años escuchar aquellas consignas que vociferaban que "el soberano dejaría de ser objeto, para transformarse en sujeto...". Aquí lo que se ha logrado tras largos años de demagogia insana no es otra cosa que una sociedad que busca el rápido disfrute y evita el esfuerzo y el trabajo, lo que hunde sus raíces en las costumbres, prácticas e idiosincrasia de la "viveza" criolla. Más de uno aplaude la "veda" laboral impuesta por los apagones, que también apaga aquella otra luz, la que hoy nos ocupa, y nos preocupa.

Para nadie es un secreto: la crisis moral es el telón de fondo de aquello que nos afecta directamente: el descalabro de un pobre país rico, la sinrazón de tanta violencia, odio y resentimiento, y la disolución de la convivencia social.

El sentimiento que predomina es el de la impotencia.  Nos sentimos impotentes frente a lo que ocurre en el país. Lo hemos mencionado anteriormente: muchos indiferentes tranquilizan sus conciencias y se evitan los enfrentamientos con la realidad diciéndose a sí mismos que la verdad al fin se impone por sí sola y que existe una justicia inmanente. Si bien es cierto que hay buena parte de la ciudadanía pusilánime, aquiescente y desmoralizada, que tranquiliza su conciencia diciéndose que la justicia, por ser inmanente, se impondrá por sí sola, la mayoría del país se plantea, pregunta, con válida angustia y justo temor, cómo se podrá salir de esta terrible situación.

Estamos cosechando una siembra de amargos y despreciables frutos: oportunismo, deshonestidad, astucia, engaño, egolatría, desprecio por el esfuerzo y falta de respeto por los demás. Si responsable y comprometidamente queremos salir de este marasmo se hace menester cambiar esas prácticas populistas y demagógicas, reemplazando las dádivas por el trabajo, porque el país no puede avanzar sin trabajar, con una actividad disciplinada y productiva. Hay que cambiar la corrupción por la honestidad, el individualismo por la solidaridad, la anomia por el respeto a las normas y, en definitiva, la viveza y sinvergüenzura por la inteligencia y el trabajo para llegar a tener un país respetable.

La capacidad de recuperación de nuestro país está ligada a la comprensión y superación de que tanto retroceso y tanta crisis en un país que todo lo tiene están ligados más a la conducta y forma de ser de la sociedad que a factores externos.

La crisis moral es el gran tema de nuestro tiempo, el enorme reto que hemos de abordar con el fin de legarle a las generaciones futuras un país más justo, libre y solidario.

Lo repetimos: la única alternativa que nos va quedando sería la de tomar la defensa de nuestros derechos; ante la impotencia debemos armarnos, además de indignación o sublime arrechera, con la moral del deber: que cada cual haga de su oficio, de su estudio, de su trabajo, de su labor, de su calle, un arma para la batalla.
Debemos armarnos también contra el fatalismo o la indiferencia, y no se plantea el asumir falsos idealismos que nos impidan la comprensión eficiente del drama que nos envuelve, sino de no sumarnos al derrotismo y a la indiferencia frente a lo que estamos viviendo.             

Si encontramos ese intermedio entre la impotencia y la realidad, entre la incertidumbre y la realidad, entre el fatalismo y la realidad, entre el miedo y la realidad... tal vez, y partiendo de allí, sí podremos actuar...

Manuel Barreto Hernaiz

 

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